Me sorprendo al escuchar la voz de mis pensamientos cuando me habla, cuando se dirige directamente a mí. Me cuenta todo lo que sé de antemano pero no quiero pronunciar en alto, porque hacerlo sería lo mismo que admitirlo y ya no podría retractarme. Las palabras pronunciadas en alto dejan de ser pensamientos, dejan de pertenecernos. Se convierten en verdades absolutas o mentiras recurrentes. De una u otra forma, una vez pronunciadas, ya no hay camino de vuelta.
Siento que mis pensamientos permanecerán a salvo siempre y cuando no los pronuncie. Así me puedo dar la libertad de convertirlos en sueños cuando me venga en gana o desterrarlos a la tierra de los olvidados.
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