Nací ya friolera y llorona. No es de extrañar, porque a finales de noviembre la temperatura ya es un poco baja. Debía de estar muy calentita en el vientre de mi madre porque me resistí y tuvieron que utilizar los fórceps. Aún no había empezado a respirar y ya estaba llevando la contraria a los que tenían el mando de la situación. Total, que empecé a llorar y no dejé de hacerlo hasta los diez años. Ahora que lo pienso compadezco a mis padres. Debía de ser una criatura insoportable. Mis hermanos utilizaban mi llanto como una arma de agotamiento contra mis padres. Me decían: "Ana, tú llora y no pares hasta que consigamos tal cosa". Y yo... a llorar. En una ocasión la pobre de mi madre me dejó olvidada en un comercio. Y no me extraña. Mis hermanos tenían el típico día que hacen de todo menos pasar inadvertidos y yo... NO ESTABA LLORANDO!!! Estaba dormida en el cochecito y no se me oía. Me cuentan mis padres que tenían que dejar todas las puertas y cajones de los muebles de la habitación abiertos por si tenían que coger algo mientras yo estaba durmiendo.La de golpes en las espinillas al levantarse de noche... Pero de repente llegó un día en el que debí de agotar todas las lágrimas y empecé a reír. Ahora estoy convencida de que nunca hay que perder la sonrisa, aunque de vez en cuando haya que guardarla.
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