Algo tiene que cambiar. Me resisto a pensar que tanta injusticia sea normal. Países enteros sumidos en la miseria, niños muriendo de hambre y madres viendo que no pueden hacer nada para mantenerlos con vida. Campos de refugiados abarrotados en los que falta algo tan imprescindible como el agua. Poblados de chabolas en los suburbios de las grandes ciudades infestados de ratas y basura. En contraposición, las riquezas de la Iglesia y las grandes potencias que dan la espalda a estas situaciones. Grandes mandatarios reuniéndose en lujoso edificios y disfrutando de los más selectos ágapes. Iglesias abarrotadas de tesoros y joyas por el simple beneplácito de quienes los observan. Millones y millones invertidos en armamento. ¿Hay justicia? Mientras no lo pensamos o no lo vivimos no nos damos cuenta de lo que supondría para la humanidad un equilibrio de la balanza. Olvidamos rápidamente las catástrofes acontecidas en el otro extremo del planeta. ¿Cuándo nos acordamos del terremoto de Haití o del tsunami de Indonesia? Sólo cuando nos lo recuerdan por la televisión y en los aniversarios. No pensamos que la gente afectada vive día a día con ello. Aunque hayan pasado años, es algo que les va a acompañar toda la vida. Nosotros ya hemos hecho la buena labor de compadecernos por ellos cuando ocurrió y, en algunos casos, ofrecer un donativo.
Y ahora nos compadecemos nosotros. Nos han tocado nuestra propia carne y estamos padeciendo. Luchemos por lo que nos pertenece pero, bajo ningún concepto, olvidemos al resto del mundo. Si queremos unión, la queremos hacia ambos lados. Seamos consecuentes con nosotros mismos y no olvidemos nunca que todos necesitamos ayuda.
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