Después de haber pasado una noche con él. Después de haber hecho el amor, de haber dormido y despertado a su lado se convenció de que, a partir de entonces, ninguna otra noche sin él sería merecedora de ser testigo de su sueño. Y así empezó a mantenerse despierta todo lo que su cuerpo aguantaba hasta que acababa cayendo rendida en algún rincón siempre en las horas en las que la luna no tocaba el cielo que le cubría.
Y así, cada semana que pasaba se fue acostumbrando a dormir menos y menos esperando volver a pasar una noche con él. Y dejó de soñar. Dejó de soñar con él. Había eliminado cualquier oportunidad de poder soñar. Su cama no volvió a tener el calor de un cuerpo. Su almohada nunca más fue el reposo de ilusiones y esperanzas.
Sus ojos eran cada noche dos lunas llenas que iluminaban las estancias impidiendo el paso de la noche completa y, de esta manera dejó de existir el amanecer que en un pasado le había traído un sueño a su realidad.
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