- ¿Son cohetes mamá? ¿cohetes de fiesta?
Preguntó el niño de ojos brillantes esperanza, mientras esos cohetes de muerte, cohetes sin colores pero con mucho ruido explotaban tan cerca que hasta el suelo temblaba bajo sus pequeños pies.
- Sí mi niño, son cohetes, cohetes de una fiesta a la que hemos sido invitados.
El último abrazo a su hijo, protector, amoroso, rabioso logró lo que ningún otro escudo podría haber hecho: protegerlo del miedo y de una sabiduría demasiado temprana para su edad.
Nunca dejó de ser niño.
Qué bonita, real y trágica reflexión sobre las vidas de una madre y su hijo y la guerra que se avalanza sobre ellos.
ResponderEliminarSolemos mirar con compasión y superioridad hacia el pasado, creyéndonos con alguna superioridad moral. Pero la realidad de los hechos desmiente tal pretensión, seguimos cometiendo los mismos errores y las mismas barbaridades que nuestros antepasados. Ahora incluso se justifican más.
Tu relato, el del niño y su madre, ha sucecido en Palestina, Siria o Libia, y ha sido causado fundamental y principalmente por nuestros propios dirigentes y las grandes corporaciones que dirigen el mundo. Mientras miremos a otro lado seguirá ocurriendo, cuando la gente lo rechace seriamente parará.
Un saludo Ana.
Todas y cada una de las guerras a las que los mujeres y los niños no hemos sido invitadas nos han regalado las mayores desgracias. La muerte de nuestros seres queridos, las nuestras propias y llevar siempre el peso de la desgracia. Hombres y hombres en el nombre de dios siguen llenando la historia cotidiana de testimonios anónimos estremecedores
ResponderEliminarAsí es María Jesús y desgraciadamente son las voces que menos se oyen: los lamentos de todas esas gentes que han dado la vida por los intereses de otros.
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